jueves, 14 de octubre de 2010

Las siestas que lo impiden todo

Lo diré en el idioma del funcionario: hace un mes quería seguir, pero dormir era más factible; con más exactitud, no dormir era inviable. Cuando había decidido que en lo que quedaba del verano seguiría escribiendo sobre lo poco que me quedaba por hacer en verano, me entró el sueño, ese sueño que ya conocéis. El sueño previo a la iniciativa, la reacción de sopor con el que nosotros respondemos cuando las circunstancias se ponen intensas, cuando los demás necesitan: que estemos enterados antes de que algo ya sea polémica, que escojamos una fecha, que le digamos a alguien si sí o si no, que terminemos eso pendiente que nos está emplomando las yemas de los dedos. El sueño se te viene encima. Llega como ese malestar general que se aproxima antes de estar verdaderamente enfermo, cuando todavía se está sano pero algo tan interno que parece externo avisa de que viene una gripe. No es un sueño común. No tiene la explicación fisiológica del sueño de después de comer, ni la explicación lógica del que se siente a media mañana en las clases de la universidad. Entra de otra forma, bueno, no sé si entra o se manifiesta, se desarrolla y se propaga como una parálisis débil y amarilla.


El ánimo se derrumba como si lo hubiera decidido otro, el mismo que mantiene en marcha la fuerza que nos quiere erguidos porque sí, como un castillo flotante. Pero es un sueño falso, como un embarazo psicológico, que no da de noche, cuando tienes todas las fuerzas para deshacer a patadas las aceras. El cuerpo no pide descansar, pide no tener que estar disponible en ese momeno. Es culpa de la presencia, de cómo tengas la presencia. Por desgracia es algo a lo que no se puede renunciar, o te mueres o tienes que encargarte de tu presencia toda la vida. Cada vez que estás, lo grites o no, ¡presente!, tienes que acordarte de que lo estás. Y eso es pesadísimo. Yo creo que querría tener futurencia para pensar "ya estaré". Porque mi presencia se encoge enseguida, a la mínima se bloquea y se duerme, la presencia de una zarigüeya. Y no es un acto de voluntad, ¿o la apatía se elige? A lo mejor en algún capítulo de la infancia que no recordamos a algunos nos dieron a elegir entre ser hiperactivos o marsupiales y ya no podemos salir de nuestra condición. Condenados para siempre a ese sueño sin bostezos, que si se parece a algún otro tipo de sueño es al que sobreviene justo antes de vestirse para salir por la noche. El sueño que no quiere que avancemos, que inauguremos nada, el sueño reaccionario.


Así que he pasado todo septiembre y parte de octubre hibernando de manera doméstica, practicando una fórmula que inventaría el primer depresivo de la Historia, aunque yo no lo sea. Dormir siestas sucesivas en ciclos intermitentes. Abrir y cerrar siestas, circulares e inoportunas, entre eventos y cenas, para avanzar en el tiempo. Son ruedas de sueño de donde no escapa cualquiera. La ortodoxia de esta narcolepsia ficticia es de hierro. Si no sé qué hacer, me echo una siesta; si no sé qué decidir, me echo una siesta; si no sé qué opinar, me echo una siesta. Las siestas siempre quieren estar contigo, son amables como tus peores enemigos. Las siestas que se quieren cargar tu carrera. Existe un mayordomo interior que te propone una cabezadita, que pone facilísimas y sugestivas las sabanas, siempre antes de cada proyecto a emprender. Qué soporífera y pesimista es la palabra proyecto. A quien te dice "tengo un proyecto" se le transparenta un segundo la calavera y sabes que va a fracasar. Y a mí me entra el sueño y las ganas de hacerme unas siestas. Y no soy el único, por eso hablo con el plural que usan en la radio por las noches. Creo que es nuestra generación la que ha inventado esta modalidad de siesta.


Estoy en la biblioteca y tengo enfrente a dos chicos dormidos sobre los apuntes. Quizá esta noche salgan de copas, se vengan arriba, hablen del máster que quieren hacer, y mañana vuelvan a la biblioteca a dormirse. Lo peor es que las siestas no restan horas de diversión, sólo rellenan las horas de intriga y competencia. Yo he disfrutado mucho las horas de vigilia de este mes, pero a la vez he dormido mucho porque tenía cosas pendientes. Como seguir con este diario. Si no me hubiera llamado alguien mientras dormía, desequilibrando mi ciclo, quizá se hubiera quedado para siempre en dos entradas. Pero me he despertado con unas ganas diferentes de seguir con la siesta. He pensado un método intermedio entre dormir y escribir que me puede salvar: escribir la siesta, redactarme a mí mismo.

lunes, 23 de agosto de 2010

La piscina de pelo

Creía que el verano ya se me había pasado viviendo en seco, que iba a llegar septiembre sin que me diera un baño. Y no me preocupaba mucho, pero luego me siento culpable. He tenido que ir a la piscina sólo para no tener que explicaros a la vuelta que este verano no me he llegado a mojar. Hay integristas del verano que se ponen muy serios defendiéndolo cuando yo les revelo que no lo suelo celebrar. Así que he ido a una piscina municipal a pasar ese calor imprudente que pagamos los que nos quedamos aquí por vernos veraneando con los que también se quedan en la ciudad. Pero he intentando pasar la mayor parte del tiempo buceando, que es el estado en el que mejor me encuentro y me permite disfrutar de la filia que me ha llevado a imaginar mi última fantasía favorita. La piscina de pelo.


Yo buceo fraudulentamente, a intervalos y con los ojos cerrados, fiándome del agua. Vas repartiéndola a derecha e izquierda, avanzas, y sólo esperas encontrar más agua que invadir y, al final, un bordillo por el que yo no me tengo que preocupar, porque no llego de una tirada. Pero a mitad de camino das una brazada y tocas con la mano la melena sumergida de algún bañista sin coleta. Y en ese momento reconozco lo que he ido a buscar ahí al fondo. Pelo. La memoria de la piel lo reconoce inmediatamente. Lo que más me gusta de sumergirme no es la manida sensación de presión y espesor del agua, es encontrarme con esa otra densidad, la de del pelo de otro que se extiende y te palpa sin querer. Tocarle un brazo o una pierna es una intrusión, pero tocarle el pelo de refilón no. Es algo entre el pelo y tu, de lo que el dueño normalmente no tiene por qué enterarse. Ahí dentro le pertenece poco, casi no es de su propiedad, y hay que aprovecharse de ello. El pelo de los demás no ofende mientras no esté desprendido y a la deriva, mientras no sea un ovillo de pelos flotando suelto. En esa situación no creo que de asco, ni grima, no puede haber tabúes debajo del agua. En todo caso, puede provocar eso que la gente un poco afásica llama impresión. Pero debería ser una buena impresión, porque es como tocar un animal improbable, pero inofensivo; un bicho que no se podía esperar nadando allí, pero que hace gracia al tacto. El pelo bajo el agua es una cosa muy diferente al pelo seco. Pensadlo. El pelo seco pertenece a esta grimosa familia de palabras: taxonomía, caspa, te-huele-el-pelo, encrespado, rasta, felpudo, etcétera. El pelo mojado (quiero decir, sumergido) tiene más que ver con lo vivo, con humildes organismos como las algas. Y pensad que las algas serán las que nos alimenten cuando llegue el fin de los tiempos. Da igual que sea vello o cabello, las piscinas tienen que tener pelos.


Siempre he sospechado un futuro de objetos llenos de acido ribonucléico, cosas que se pudran al mismo ritmo que sus dueños. El boli de sangre, los botones de uña y la piscina de pelo. Las piscinas públicas ya ofrecen una sugerente variedad de posibilidades de pelo suelto (pelo de niña, pelo de pija, pelo de heavy…), hay que aprovechar esa virtud. En lugar de alicatar, habrá que tapizar con melenas las paredes. Desde fuera se verá como una acuario gigante donde la vegetación se ha descontrolado o como una ciénaga donde los vellos están repartidos con armonía. Y por dentro será un álbum de extensiones que se puede atravesar buceando para probar ese gustito secreto. Pero sólo quiero que exista una, la mía. No por egoísmo, por pura precaución. Porque me temo que si extiendo mi fantasía a los demás, como pasa casi siempre, se puede confabular algo terrible.


Primero se cuajarían de pelos largos las piscinas de los mejores hoteles del mundo, cuando el láser haya hecho olvidar a todas las espaldas de todos los ejecutivos su peludo pasado. Después todo el mundo empezaría a proyectar en su piscina su look frustrado. Las habría mechadas, teñidas, con lavados de color, desfiladas, con brushing… El pelo sería primero la porcelana y después el gres. Y a lo mejor después vuelve a ser pelo. Y no sé si nosotros llegaremos a admitir tanto cambio. Cuando seamos viejos tendremos la obligación de abominar. Quizá entre esos dos ciclos nuestra generación dejaría de ir a bañarse debido al rumor de que la queratina es cancerígena. Del asco a la hipocondría hay un paso, y de la hipocondría a mí, medio. Entonces habrían conseguido que renegara de mi invención, que tanto me gustaba esta mañana. A lo mejor me tengo que contentar con seguir aprovechando cuando jugáis a eso de contener la respiración debajo del agua para tocaros el pelo disimuladamente.


sábado, 14 de agosto de 2010

Quedarse para regar las plantas

Os habéis ido todos y se ha quedado Madrid tan detenido que me gustaría que no volvierais demasiado pronto. Si os parece, os puedo avisar desde aquí cuándo estaría bien que empezarais a volver con la melanina descompuesta. Pero de momento me gustaría disfrutar un poco más del gesto que a la ciudad se le pone cuando os vais de vacaciones.


Es una expresión de quietud con inquietud muy ridícula y, claro, muy entrañable. Según os vais yendo, a la ciudad se le va descolgando la cara como a un señor al que le da un derrame cerebral. Yo a veces practico ese descuelgue facial para acostumbrarme a una cara con la que algún día me puedo levantar. Si pudiera, también practicaría con la cara tipo desgarrada por un perro o con la desvirtuada quirúrgicamente por un desengaño amoroso. Me gusta (necesito) prevenir horrores dentro de lo practicable. Y la cara descolgada es muy fácil, claro, sólo hay que elegir una mitad y tirar de ella para abajo. Lo que literalmente se derrama con una apoplejía es la cara, la piel, el catálogo de gestos que odias de ti mismo.


Qué insultante es reconocerse en ese mal segundo de tu acting. Tener una permanente consciencia de ellos es demasiado masoca. Sin embargo hay que verse, al menos una vez en la vida, la propia cara con un ojo abierto y tenso mientras el otro está cerrado y más tenso, como en un guiño fósil dedicado a las generaciones del futuro. Es la cara del ciborg desfasado que arranca por fases. La cara gúnfer que te espera tras el abandono neuronal es la cara que tiene Madrid en agosto. La mitad se cierra y la otra mitad se abre sin saber por qué sigue abierta, así que se abre con perturbación. Los dependientes de los negocios abiertos, si están en la puerta, te miran sin saber si quieren que entres. No sé si es porque tienen el género caducado, porque se avergüenzan de estar abiertos o porque dudan de si están abiertos de verdad o es la pesadilla de su propia siesta en alguna playa. Miran para abajo, con las dos mitades de la cara, pero yo les agradezco que hagan realidad esta imagen de la ciudad.


Las fachadas a medio abrir, las calles a medio aparcar, las esquinas a medio mear, el Metro simplemente a medias... Cuando un coche se mueve para arrancar, se oye en todo el barrio como cuando se levanta alguien en un examen. Los pocos que quedamos nos vigilamos unos a otros a partir del sonido del cuerpo al trasladarse, que, sudado, suena peor que huele. Alarma en sobacos y muslos. Alguien viene por detrás. A los más gordos se les oye de lejos. Si están muy cerca, te giras, sonríes con la cara descolgada y les dejas más satisfechos. La clave de quedarse aquí, en el punto cero de la desidia, es no hablar con los demás para evitar la tentación de recordarse unos a otros el calor que hace. La temperatura es un caldo de cultivo para la queja. Los más pesados siempre eligen la excusa del bochorno para contactar y así lo único que consiguen es que todos tengamos más calor. Vosotros, los que os habéis ido, no sois tan pesados, pero no hace falta que volvíais corriendo. Con la obligación de callarme se me están ocurriendo algunas cosas que siempre he querido decir de verdad.